"Taller de Escritura Creativa" del CEP Huelva - Isla Cristina. Impartido por Teresa Suárez.

jueves, 14 de mayo de 2015

Fin de curso

Hola compañeros:
Siento mucho no haber podido asistir a la última sesión por una avería de última hora en el coche. Seguro que todo fue bien como en las anteriores. Aprovecho para agradeceros vuestra bondad y el aprovechamiento del curso, de forma particular a Teresa, por todo lo que he aprendido.
Un fuerte abrazo a todos.

martes, 12 de mayo de 2015

HAIKUS O NO HAIKUS ¿?

MADRE

Me gusta verte
cuando meces al niño
entre tus brazos

Niño con suerte
Se amamanta contigo
Tú eres su lazo

El día que vuele
querrá que tú lo mires
y lo consueles



        LLUVIA

De algodoncitos
se me ha llenado el cielo
la lluvia cae

      RAMA CAÍDA

Se murió pronto
la rama del olivo
ya no está verde

Cayó en el suelo
me la llevo conmigo
ya no se pierde

       PAJAROS

Motitas negras
van volando en el aire
pían con fuerza


     CIRUELAS

Entre las hojas
hay perlas amarillas
con huesos dentro


    HOJAS DEL ÁRBOL

verdes, temblando,
sujetas a la rama
no quieren morir


                          Pepa López Ríos
                          Mayo 2015


lunes, 11 de mayo de 2015

El árbol crece
como crece mi hijo
los dos florecen.

Olor a hierba
en la dulce mañana,
recién cortada.

Amor tan frágil
como hielo en marzo
se rompe fácil.

Laura Dávila.

viernes, 8 de mayo de 2015

Spring is here

¡Qué olor a café!
¡Qué preciosa mañana!,
con tu sonrisa.


Brisa salina:
agitas el recuerdo 
de su dulce cuerpo.


La primavera
camina junto a mí,
sin encontrarte.


Rojo atardecer,
sin tu mano en la mía;
llega la noche.

jueves, 7 de mayo de 2015

PASOS


                        RELATO  construido sobre la mirada de la pintura:  
Habitaciones junto al mar, de Edwar Hopper




                                                     PASOS

Era día de fiesta y Adela no tenía que ir a trabajar. Había estado toda la noche despierta deambulando por la casa: ahora un café, luego un cigarrillo, después muchas lágrimas…Prácticamente la misma rutina desde hacía ya demasiado tiempo. A sus casi 62 años, estaba a punto de jubilarse y, aún seguía sin ver nada claro desde el ventanal de su mente.

Sí, es verdad que había conseguido por fin dar el gran salto, aunque ahora se le antojara más bien un gran abismo. Pero aquella casita recién alquilada sería, de momento, el refugio desde donde asomarse, tratando de buscar ese mundo que nunca tuvo y tanto necesitaba.

Cuando la noche anterior había dejado la maleta en el dormitorio, no se había percatado exactamente del espacio. Sin embargo; al recibir el día, comprobó que era un lugar luminoso, aunque no le gustara especialmente el mobiliario. Se sentó en el sofalito rojo que le parecía un poco ridículo y bastante incómodo, por cierto. Esas patas torneadas de pitiminí no iban para nada con su sencillez. Y luego, estaba ese tapizado de terciopelo, que casi no podrías mirar en Agosto porque el calor comenzaría a arrebolarte el cuerpo entero. Tal vez, pudiera colocarlo en otro cuarto para no verlo al pasar por el salón, y comprar un cómodo sillón donde poder leer tranquilamente. Pero entonces, estropearía también el decorado de la otra estancia y, si algo le disgustaba enormemente, era pasear la mirada por espacios  abarrotados y sin armonía. Además, esa situación le haría volver a toparse de bruces con el desorden gris mugriento, que había dejado atrás y que tanto la había hecho padecer. Sin embargo, tampoco tendría por qué suponer un problema aquello. Eran pocos tiestos los que había, así que podría combinarlos sin hacer estragos decorativos y comenzar a crear un mundo nuevo en el que disfrutar con su propio silencio. Lo  importante, lo trascendental para ella, era que estaba sola y con ansias de comenzar a vivir.

De pronto, al levantar la vista desde donde estaba, reconoció aquel rostro de semblante serio y apretado, apoyado en el extremo del aparador de madera, que la observaba fijamente.  Un escalofrío recorrió todo su cuerpo y apartó la mirada con brusquedad. Estaba dispuesta a admitir que la imagen de él pudiera perseguirla durante un breve tiempo, pero lo podría sobrellevar. Había tomado la firme decisión de resistir y no tolerar nunca más que la atemorizara. Irguió todo su cuerpo para relajarse y se levantó con total resolución.

Fue entonces, cuando se percató del montón de libros que estaban perfectamente alineados encima del mueble y, recordó que los había puesto ella misma en cuanto el  propietario de la casa se marchó. Lo había hecho de manera autómata. Había abierto la maleta y, cuidadosamente, los había ido colocando uno a uno, acariciando con sus manos cada cubierta y rememorando aquellas historias encerradas que la habían ayudado a sobrevivir. Después, giró dispuesta a seguir inspeccionando todo el territorio y entró en la sala contigua.

No tuvo más que avanzar dos o tres pasos, para emprender un viaje sin retorno. Sintió en su cuerpo todo el calor del sol con vehemencia, y el entusiasmo se fue apropiando de ella hasta lograr centellear sus ojos.
Pasó revista con el dedo a la piel tersa, lisa y regular de la pared y pudo comprobar cómo la suya iba tomando también un aspecto raso y pulimentado, dejando atrás los viejos surcos que el sufrimiento había ido instalando con el tiempo. Dejó caer todo su peso sobre ella y poco a poco, ya sin penuria, martirio ni congoja, se descubrió sentada gozando del momento.

Alrededor todo brillaba, irradiaba esperanza y era transparente. Y frente a sí, tenía la realidad. Un mar inmenso sereno y bonancible, la saludaba y se presentaba ante su vida, desembrollando con su aroma a sal, todo un vía crucis de pena y de tormento. La suave brisa era inobjetable y por supuesto ¡como no!, pasado un rato, terminaría retocando el cutis seco, con una fina capa de gotitas que bajarían por la cara refrescantes.
Así, de esta manera apacible y evidente, sintió cómo empezó a finiquitar el lastre amargo y se notó empapada de un futuro cierto, sencillo, obvio, rotundo y concluyente. Y por primera vez, en mucho tiempo, supo que estaba contemplando el rostro de la libertad.


                                                                       Pepa López Ríos
                                                                       26 Abril 2015



ESCENA FINAL








Caminando hacia el final del curso tuvimos ayer una parada para el teatro. Toda una gozada de tarde relajada ya que tras unas breves instrucciones tres intrépidos grupos se pusieron a crear una obra teatral. En la imagen arriba aparece uno de los grupos en la lectura de la misma. De todo hubo: reivindicación, humor...lo pasamos muy bien. 

Para la próxima semana os dejamos una nueva propuesta de trabajo: una batería de escenarios posibles para ambientar una obra de teatro (un parque, una iglesia, una granja...), una batería de épocas (o momentos) sobre las que construir esa obra (a lo largo del día, en la postguerra, en el Renacimiento, en las diferentes estaciones) y por último una batería de personajes para intervenir en esa obra teatral (una kiosquera, un maestro, una cirujana, un padre de familia...). Sólo queremos tres listados, no hay que crear ninguna obra teatral... a no ser que queramos hacerlo. ; )

¡Buena semana!

miércoles, 6 de mayo de 2015

SOL DE OTOÑO

Relato para un cuadro: mujer sentada en la cama, frente a la ventana
"Me despertó el alba, sentándome en la cama dejé que el tibio sol de septiembre reconfortara mis doloridos músculos. El cielo azul de esa mañana ponía la nota optimista a mis grises pensamientos.
Me quedé quieta, inmólvil, concentrada, intentando con todos mis sentidos evocar el sueño que me había perseguido esa noche extraña.
Notaba mi cerebro como un queso gruyere, por cuyos agujeros se escapaban mis recuerdos como se escapa el agua por los desagües y yo, como si tuviera una red cazamariposas, corría tras ellos antes de que cayeran por ese pozo sin fondo. Me empleé a conciencia y así logré capturar algunos, aquellos que se habían quedado enredados entre mis neuronas y que se resistían a abandonarme.
Puse atención y capté retazos inconexos, fotogramas sueltos, piezas de un puzle que danzaban un baile macabro y que se negaban una y otra vez a formar la imagen completa.
Vinieron a mi, como envueltas en brumas, palabras quedas dichas al oido, el olor de una piel amiga, unos ojos semicerrados que miraban mis labios con deseo, la risa cómplice de dos bocas, el rastro de un dedo suave recorriendo mi cuerpo como si ese fuera su hogar, el hogar al que volver después de cada batalla...
De pronto, los fotogramas formaron la película, las piezas del puzle detuvieron su juego y una tras otras fueron encajando y ocupando su lugar en el tablero.
Entonces lo vi, supe quién era, reconocí al instante su rostro amado. Cerré los ojos muy fuerte, para que no escapara nada, cómo si, con ese simple gesto, pudiera retenerlo a él también.
Susurré su nombre y lo maldije en silencio, después, lloré, lloré como si no hubiese un mañana."

lunes, 4 de mayo de 2015

UN NUEVO LIBRO

OBRA ELEGIDA: MUJER SENTADA EN LA CAMA, MIRANDO POR LA VENTANA.

UN NUEVO LIBRO

Bueno, aquí está ella. En el nuevo piso que le ha costado tanto encontrar. Después de haberlo pensado mucho, y haber buscado más aún, se había marchado de su antigua casa. Demasiados recuerdos en su casa, la que compartió con sus padres. Su padre había muerto hacía solo un par de meses, y su madre tres años atrás. Aquella casa estaba llena de recuerdos de su infancia, pero también de condicionamientos absurdos, de expectativas imposibles de cumplir y de obsoletos preceptos morales que no quería contemplar.
Ahora, después de su primera noche en aquel nuevo hogar, miraba por la ventana abierta de par en par, el sol relucía fuera, la ciudad se oía ya llena de vida. Sentía que su vida era hoy como un libro en blanco que ahora le tocaba empezar a escribir, una vida nueva, pero ese libro no era completamente nuevo, ese libro formaba parte de una serie, tendría que tener cierta coherencia con los anteriores, ¿o no? ¿Se atrevería a romper con lo escrito anteriormente? ¿ A acabar con lo anterior?
Estaba decidida a salir a buscar un trabajo esa mañana. La hermosa mañana parecía invitarle a ello, con una promesa encubierta de que tendría suerte, de que los dioses le eran favorables.
La tarde anterior había conocido a dos de sus nuevos vecinos. Una de ellas era una anciana, se la topó en el ascensor, era una señora alta y elegante, con vestimenta pulcra e impoluta y maquillaje perfecto. A pesar de su apariencia altiva a primera vista su amplia sonrisa denotaba un carácter afable y servicial. Enseguida le preguntó si se mudaba al edificio, le preguntó su nombre y se presentó, y después de una breve charla se despidieron con el acuerdo de tomarse un café pronto.
Otro de los vecinos que había conocido no había sido tan revelador y abierto, pero sí prometedor. En la puerta justo al lado de la suya vivía un joven, lo vio salir al tirar la basura, llevaba un pequeño perro blanco atado a una correa. Era guapo, no demasiado alto, murmuró un tímido 'buenas noches' al salir. Algo en su rostro resultaba intrigante e interesante a la vez. Jugó a adivinar cosas sobre él, tenía dos hermanas mayores, él era el menor, vivía solo, seguramente le encantaba viajar y aprender idiomas. Su boca esbozó una sonrisa, qué tontería. Sí, era prometedor.
Cogió impulso y se levantó de la cama enérgicamente, se dirigió al armario y cogió su mejor vestido, dispuesta a arreglarse y a salir, a comenzar a escribir este libro.

Laura Dávila Vicente.

EVOCACIÓN



EVOCACIÓN

            Era un 31 de agosto de un verano poco caluroso cuando llegué a la estación de autobuses de una ciudad cualquiera. Mi nuevo trabajo me había traído hasta el otro lado del mapa. Delante de mí se presentaba un año con novedades de diversa índole. Mi vida de antaño se despedía sin ninguna intención de volver. Atrás dejaba una seguridad conocida para adentrarme en un futuro incierto por el que aposté con los ojos cerrados desde una perspectiva de un hartazgo sin horizonte.

            Mi autobús iba en dirección al norte de la provincia. El recorrido se presentaba tedioso. Las montañas que custodiaban la larga autovía te mostraban un paisaje árido. Su acritud desmoralizaba. Vivir era una suerte de supervivencia. La vegetación era un digno ejercicio de creación. 

            Llegamos de noche a un pueblo seco, solitario y distante. La humanidad se percibía sumergida en su propio cuerpo sin capacidad de salir a las calles. Un viento se levantó de improviso, trayendo polvo de bienvenida aderezado con la sequedad del ambiente.

            En el primer día de trabajo nos presentamos con la normalidad requerida para el caso. No me produjo más atracción que otra compañera. De estatura mediana, delgada, pelo castaño recogido, ojos marrones, nariz puntiaguda, labios finos, tez blanca, manos diminutas. En una primera impresión me pareció una persona con una inteligencia llena de coherencia. No hablamos demasiado. Mis ojos hacían su trabajo proyectando miradas escrutadoras hacia su rostro. Sonrió alguna que otra vez. 

            En el transcurso de las jornadas fuimos estableciendo una relación más estrecha. La timidez recíproca permitió nuestro acercamiento. Descubrimos gustos y formas de ser. Nos sentíamos a gusto uno al lado del otro. Las inquietudes compartidas nos hicieron intimar. 

El calor seco atrasado del estío nos invitó a ver una puesta de sol al lado del silencio espumoso del mar. Sentíamos el aliento apresurado de ambos por ser uno. La luz acuosa de sus ojos me guió hacia sus labios húmedos de ganas. Son las cuatro de la tarde permaneciendo en su habitación tumbados sobre la cama nada familiar. Mis ojos la miran imaginando cómo recorrerla, toda su piel tostada por quien la acarició con anterioridad sin prisa con aquiescencia. No consigo atraparla, retenerla, hacerla parte de mí, llevármela conmigo sin ser mía, estarla sin poseerla, que sea parte libre de mi prisión. Adelantamos la despedida compartiendo cada momento aparentando no aceptar lo que no se puede evitar. Cierro los ojos sumergiéndome en un sueño que despiste al viaje sin su presencia. 

            Hoy somos ecos de un pasado que se resiste a marchar y no hace daño.
            Imagínatela como quieras, seguirá en ti aunque no quieras.

sábado, 2 de mayo de 2015

CONTEMPLAR PARA CREAR: HAIKUS



La pasada sesión estuvo dedicada a la poesía: un lujo, tanto que apenas pudimos saborearlo...se nos pasó volando nuestras tres horas con tanto material como hay tratar este tema. Cada uno/a trabajó una técnica y nos la explicó al resto en una ronda posterior, también vimos poesía visual. Nuestra propuesta de trabajo consiste en realizar dos o tres Haikus para esta semana, así que a relajarse y a contemplar para crear!

Aquí van los enlaces que trabajamos en clase, ¡buen provecho!



jueves, 30 de abril de 2015

DRINKING AGAIN

Imagen: Nighthawks, Edward Hopper.





       
          -Aquí estoy, bebiendo de nuevo, sin saber bien por qué. Me gusta esa chica del vestido rojo, que está con ese tipo. ¿Se habrán conocido esta tarde? ¿Llevarán mucho tiempo juntos? ¿Se quieren de verdad, o sólo están pasando el tiempo? A lo mejor ella es una puta. ¿Quién sabe? No se lo voy a preguntar.
            Y yo, ¿qué estoy haciendo aquí? Ah, ya; estoy bebiendo de nuevo. Siempre la misma historia. ¿Y si tú aparecieras aquí de repente? ¿Y si entraras por esa puerta, y avanzaras hacia mí sonriendo? Pero eso es sólo un sueño. El mismo sueño de siempre.
            -¡Camarero! ¿Qué le debemos?
            -Han sido dos cafés, 80 centavos.
            -Aquí tiene. Buenas noches.
            -Buenas noches, señores.
          -Eh, por favor, no se vayan. No me dejen aquí solo. No quiero estar aquí solo bebiendo… ¿Qué habrían pensado de mí si les hubiera dicho eso? “Un pobre borracho”, habrían pensado. Ahora se van por su camino. ¿Se quieren, o simplemente están juntos para pasar el rato? ¿Se conocen desde hace mucho, o se han encontrado esta tarde? Al menos, ellos no están solos, ¿o tal vez sí? ¿Quién no está solo?
            Yo estoy aquí bebiendo de nuevo. Y ahora mismo, en esta barra de este bar absurdo en medio de la ciudad dormida, sé que soy un estúpido pensando que a lo mejor podías entrar ahora por esa puerta. Así es que voy a pedir otro whiskey.
            -¡Camarero! Por favor, otro whiskey.

            No quiero compadecerme de mí mismo. Me tomaré esta copa y me iré a casa. No quiero que ahora entre alguien y piense que soy un pobre solitario, y se compadezca de mí. ¿Por qué tendría que hacerlo? Al fin y al cabo, todos estamos solos, y aunque estoy aquí, perdido como un náufrago en un islote, yo sé que ya no te quiero. Así es que acabaré este whiskey y me iré, como se fueron aquellos dos tipos, que no sé si se querían, o solamente estaban pasando el rato. Como hago yo, bebiéndome esta última copa y pensando,  como siempre, que ojalá estuvieras aquí.
LIBERACIÓN

Se despertó sobresaltada. La luz del sol entraba a raudales por aquella ventana a través de la cual se dejaba ver una ciudad que ya se había puesto en marcha.
         Miró el reloj: demasiado tarde, o quizás, demasiado temprano…
         Había llegado aquella noche. Con ella, tan solo portaba una maleta casi vacía y un corazón lleno de recuerdos. Recuerdos que  hacían daño, pero que,  al fin y al cabo, eran suyos: sus recuerdos.
         Un grito en la noche, un sudor frío, una mano contra su rostro, un dolor indescriptible, más grande, si cabe, en el alma.
         Cuatro años de angustia, de miedos de no saber hacia donde ir, de no ser nada ni nadie sin él. Cuatro años: una eternidad.
         Un infierno del cual no había sabido salir hasta aquel momento: “nunca es tarde” se dijo a sí misma, mientras veía allá abajo, en el parque, cómo dos pequeños jugaban a la pelota ajenos a la tormenta emocional que se desencadenaba en su interior.
         Recordó el día anterior cuando la última discusión acabó con su relación, con su martirio. En aquel momento no pensó en todas las posibilidades que se le abrían a su alrededor, tan solo veía oscuridad, penumbra, nubes grises descargando toda su furia sobre ella.
         No recordaba el instante preciso en el cual tomó la decisión de abandonar aquella locura. Solo recordaba una cara desfigurada por el odio que arremetía contra ella y una voz, tantas veces adorada y que ahora se le antojaba tenebrosa, feroz, insoportable…
         Había llegado hasta allí después de deambular toda la tarde sin un rumbo fijo. Vio aquella puerta abierta y la aprovechó, “al menos no pasaré  frío”, pensó. La envolvió el silencio que la casa vacía le ofrecía y  sintió un gran alivio al ver que en el dormitorio, la cama vestida parecía estar esperándola.
         Habían sido tantas las noches de dormir solo con medio sentido que cuando despertó aquella mañana había perdido la noción de cuántas horas había pasado en brazos de Morfeo.
         El calor del sol cubriéndole todo el cuerpo la reconfortó llevándola hasta aquellas mañanas en las que otro calor la despertaba con mimos y caricias. Pero aquello ya no existía, él se había encargado personalmente de hacer desaparecer toda la magia del primer encuentro, de los primeros días, de los primeros meses…
         “¿Cómo puede alguien ser la cara y la cruz de una misma moneda?” se preguntó. Quizás todos seamos un poco eso: cara y cruz, blanco y negro, frío y calor. Sus pensamientos volaban al tiempo que se encaminaba hacia la puerta en busca de su nueva vida, sin miedos, sin ataduras… en busca de su libertad.
         Ahora sabía que podía lograrlo. Había sido fuerte para dar el paso de abandonarlo todo, había hecho lo más difícil, el resto vendría solo.

Mayte Martínez Ramos.
Curso de Escritura Creativa
Abril 2015
        


miércoles, 29 de abril de 2015

Gente al sol (Narración a partir de un cuadro de Edward Hopper: "People in the sun", 1960)

El cuadro de las butacas será uno de los más visitados del realizario central. Uno podrá escoger cualquiera de los personajes de cualquier obra de arte, y experimentar desde su interior el ambiente de la misma. Un sencillo casco de electrodos puesto en la cabeza otorgará al viajero la posibilidad de sentir en todas sus dimensiones el calor, el paisaje, la luz del sol, la presencia de los edificios, el tacto de los objetos, de la butaca, de la ropa en la piel, el sonido ambiental. En esta escena se oirá algún pajarillo y el murmullo de la brisa y se percibirá el olor del trigo.
El tiempo de estar en la obra lo decidirán los usuarios del realizario, e incluso podrán hablar con otros usuarios de la obra que estén realizando su experiencia al mismo tiempo. Quien se vea transportado y sentado dentro del cuadro verá que su punto de vista ya no es el del espectador que siempre vio la pintura desde fuera de la misma, sino el de uno de los protagonistas. Sentirá a un lado esa extraña ventana que da a lo que siempre se llamó "realidad".

La casa de mis abuelos

Siempre he vivido en la ciudad, de hecho, me cautivan las retumbantes urbes, y, tal vez por eso, la casa que recuerdo con más mimo es la de mis abuelos.
Vivían en una especie de cortijo pequeño, a las afueras de un pueblo de la costa de Cádiz, en medio de un bosque de pinos donde se mezclaban la esencia de la marisma cercana y de los árboles.
llegábamos cada verano a principios de agosto, de noche, tras catorce o quince horas de agotador viaje en coche desde Tarragona.
Cuando entre la oscuridad de aquellos caminos vislumbrábamos el destello anaranjado del farol que colgaba del porche, y sentíamos la fragancia de la dama de noche y oíamos con perfecta nitidez el ensordecedor canto de los grillos, entonces, y solo entonces nos olvidábamos del cansancio y nos sentíamos ya, por fin, en casa.
Mis abuelos nos recibían con un largo, cálido y apretado abrazo y muchos, muchos besos sonoros.
Nada más entrar en casa, nos metían a mi hermano y a mi en la cama, nos hundían en los colchones de lana, que deberían ser malísimos para la espalda y la columna y esas cosas, pero que a nosotros nos encantaban. ¡ qué rico, qué placer!
por la mañana, el resplandor del sol que entraba por entre las ventanas de madera pintadas de verde y el aroma a café recién hecho y a tostadas hacían que saltáramos de las profundidades de aquellos colchones y corriéramos por el pasillo de baldosas rojas enceradas ( como si de Dorothy Gale, la del mago de Oz, se tratara)hasta la cocina.
Como cada verano, lo que más me gustaba era registrar todos los armarios, cajas y cajones de la casa de mis abuelos. En mi habitación había un enorme baúl de madera el cual curioseaba con avidez por si había algún tesoro nuevo desde el verano pasado. Mi abuela guardaba allí todo tipo de cachivaches, recortes ya amarillos de periódicos del año uno después de Cristo, fotos antiquísimas ya borrosas muchas de ellas, una lupa, unos vestidos pasados de moda, llaves mohosas de vete tú a saber qué puerta... De aquel baúl emanaban aromas tibios, rancios, familiares que me evocan, aún hoy, aquella casa que viví.

martes, 28 de abril de 2015

ESAS PEQUEÑAS COSAS



"La mente es caprichosa e injusta, así, olvidamos algunos asuntos y otros, no sabemos ni cómo ni porqué, vuelven a nuestra memoria cada vez que cerramos los ojos y los evocamos.

Mi memoria siempre ha sido frágil, así, que me acostumbré desde pequeña a jugar a recordar, y cuando algo llamaba mi atención y no quería que se me olvidara, ponía mis cinco sentidos en alerta máxima. Por ejemplo, si un día habia sido muy feliz, por la noche en mi cama, recordaba qué había comido ese día, qué vestido habia llevado puesto... y de esa manera guardaba para siempre ese instante efímero, que se convertía en pasado, nada más haberlo vivido.

La mayor parte de mi infancia y juventud la pasé en una casa grande y un poco destartalada típica de la Huelva de los años sesenta, cuando aún el boom inmobiliario estaba echando los dientes, y todavía no se había convertido en ese gran monstruo que terminó enguyendo a la mano que le daba de comer.

Si cierro los ojos, o aún con los ojos abiertos, soy capaz de recordar mi habitación de aquella casa, con la cama de níquel, que parecía de plata y yo la imaginaba como si fuera la carroza de una princesa. En esa cama pasé, debido a mi asma, muchos momentos entrañables y solitarios y a ella le debo mi afición a la lectura y a la escritura que todavía hoy, muchos años después sigo conservando.

Desde esa cama escuchaba a mi madre trajinar en la casa, a mi abuela pedirle los avíos para hacer el gazpacho, la radio con las voces graves de los locutores de entonces, los sonidos de la calle, apenas un coche en toda la mañana, el griterío de mis amigas a la salida del colegio, el canto del heladero, "helados chambri" que nos rompía el silencio de la siesta...

Muchas de las personas que compartieron conmigo esos momentos ya no forman parte del paisaje que rodea ahora mi vida, pero yo las traigo a mi memoria cada vez que cierro los ojos, o aún con los ojos abiertos."   
                                                                                                 Toñi Gavira

La casa de mis abuelos

Recuerdo la casa de mi abuela. Entrabas por la pequeña puerta lateral y al principio entrabas a ciegas, como los toros salen a la plaza, como cuando se cruza una puerta aún desconocida. Cuando tus ojos se hacían a la oscuridad que había dentro, ya que el salón y cocina se iluminaban con solo una pequeña ventana, veías a mi abuela en el fogón, preparando la comida, el olor a chamusquina característico de sus guisos, ya que mi abuela no entendía de fuegos medios, o apagado o al máximo. Aún así, vendería mi alma al demonio ahora mismo por un plato de sus papas con chocos. Junto a la copa de cisco, a veces con su aroma a romero, estaba mi abuelo, sentado en el sofá, con sus pies en la palangana de agua fría mezclada con bicarbonato, para calmar el cansancio de todo el día de caminata. Aquella casa también olía al aroma sutil del jazmín, la buganvilla, el níspero y el mayuelo, todos en el patio, esperando, testigos mudos de la historia de la familia y, a veces, colaboradores necesarios para el sustento.
También recuerdo aquellas veces que mi prima-hermana, más hermana que prima, y yo nos metíamos en la habitación de mi tía, solo un poco mayor que nosotras, una joven que vestía sonoros tacones de aguja y minifalda de cuero, a lo 'madonna'. Ella nos permitía sin una sola queja ni obstáculo ponernos su ropa, maquillarnos con sus pinturas y 'bañarnos' en su perfume. Era un paraíso, un mundo entero por explorar, donde yo quería permanecer por siempre.
Ya de mayor, recuerdo el primer día que dormí en casa de mi abuela después de una larga temporada de idas y venidas, lejos de casa, entonces el aroma a sábanas limpias mezclándose con el suave jazmín y la dama de noche, la temperatura agradable de julio, el silencio de la noche, la sensación irrecuperable de que nada malo puede pasarte porque donde estás es una fortaleza invencible, donde no tiene cabida ninguna maldad, ni sentimiento negativo, porque mis abuelos estaban allí, y con ellos siempre estaría A SALVO.

domingo, 26 de abril de 2015

ENTRE CASAS

                      
Yo  nací en La Nava, Corazón de la Sierra de Huelva. Allí y, sobre todo en mi alma, permanecerá siempre mi casa: aquella en la que me crié junto a mi padre, mi madre, mi hermana y mi hermano y en la que dejé muchos rincones, secretos, sensaciones y recuerdos, que formaron parte de la trama de mi infancia. Pero, si yo me bajo de su alto umbral gris de granito y subo calle arriba, tendré que caminar de un lado a otro y cruzar además cuatro puertas, para poder rescatarlo todo plenamente. Porque yo siempre viví, entre casas.

Los laterales de cada una de las baldosas de mi casa no medían más de una cuarta. Y si las avistabas de una en una, intuías un dibujo geométrico en tonos blancos, rosados, amarillos, marrones y grises, que no sabías descifrar exactamente. La gracia estaba en armonizar las cuatro baldositas cuadradas. Porque entonces, descubrías un preciosa flor de extremos puntiagudos, rodeada de caminitos circulares por los que, incluso, podías perderte paseando la mirada. De todas formas; lo que siempre me atrajo de la solería de mi casa, fue esa mezcla de sencillez y solidez que, al observarla en su conjunto, desprendía un cierto aire de frescor, con sabor a solera.

En La Nava, si sales por el día en el mes de Agosto, te da de pleno un aire calentón que te reseca y no deja abrir los ojos bien para mirar. Así que, entrar en casa era todo un alivio, pero la puerta se encajaba siempre; por eso, tenías primero que acertar. Con la mano derecha, había que agarrar con cierta fuerza una llave de hierro bien grandota, hasta que su parte final redondeada quedara firmemente atrapada entre tus dedos y, una vez que sentías el áspero metal bien sujetado, coger un buen impulso, nada despreciable, y subir el umbral. Ya arriba, apoyabas la mano derecha sobre la otra hoja y echabas todo el peso del cuerpo hacia adelante. Casi siempre notabas unas grietecillas y hasta el olor de la pintura marrón recalentada y, una vez que estaba todo controlado, dejabas descansar la rodillita sobre la parte baja de la puerta y, de esa guisa, dabas el empujón final. Si el esfuerzo no había sido suficiente, tendrías que volverlo a intentar, aunque el camino ya estuviera medio andado. Pero si con tu esfuerzo hubieras conseguido ya la empresa, la puerta se abriría con alegría. No sin que antes, oyeras un buen chasquido seco y, por supuesto, un vibrar de toda la madera. Pero…en casa al final.

En las noches de verano, yo tenía encomendado dos trabajos que eran irrenunciables: Ir por la leche  y hacer el gazpacho y, siempre los hice con verdadero regocijo.

El gazpacho lo hacía siempre en el patio, envuelta entre esparragueras y geranios, y colocando encima de una mesa de madera con hule todo el poderío de la huerta de mi abuelo, el lebrillo redondo de barro amarillo y la machacaera de madera, color canela, conseguido en el tiempo por el uso y el contacto del agua y la humedad que lleva la hortaliza.

De aquella casa, tengo mezclados, el sangrante sabor de los tomates rojos, que embotellábamos tan despiadadamente con el palo, y la dulce acidez de los melocotones. Tengo la imagen de mi madre cogiendo ese manjar del árbol, con su pañuelo atado a la barbilla y una camisa con la manga larga, para evitar que le invadieran las pelusillas picantes todo el cuerpo. Llego a tocar los bordes del lebrillo a rebosar de roscos y borrachos, que tantas veces comimos a hurtadillas, porque no nos estaba permitido justo antes de cenar. Paseo mi vista por el pozo blanco, con su cubo de zinc y sus macetas. Y subo a su corral. Desde allí, podría divisar todo El Lindazo, bajar de nuevo a casa y seguir recordando, pero voy a parar.

Subo un poquito mi calle y, justo a la derecha, ya puedo entrar en casa de mi tía Manolita y mi Cascá, su hermano. Allí me encontraré con la bondad y la cultura juntas, viviendo entre maderas nobles, techos altos y una cocina amplia y luminosa, desde la que poder extender la vista al fondo y perderse en las huertas con sus lievas. Siempre me espera en esta casa el mimo culinario: me quedaré extasiada contemplando, cómo se van volteando entre las manos las croquetas, hasta redondearlas rematándolas en idénticos tronquitos. Descubriré perfectos picatostes que, como grandes columnas de un gran templo, terminarán la noche chorreando un denso y humeante chocolate Eureka. Y, por supuesto, no acabaré de entender nunca del todo,   cómo una maquinita de acero inoxidable va enamorando con paciencia el huevo y el aceite, hasta fundirlos como dos amantes en una pasta amarilla que se transformará en un suave manto raso que cubrirá toda la ensaladilla

Siguiendo recto toda la calle arriba, como todas las tardes,  vuelvo a besar a mis abuelos y a mi tía Reyes. Allí quiero paladear una vez más, ese sabor de la tostada con aceite,  hecha con verdadero Pan de Pueblo en la candela. Llegando al patio, podré hasta cobijarme bajo el aroma de un inmenso jazmín que atravesaba, de lado a lado, todo el arco de entrada de una escalera repleta de macetas que subía hasta el corral y, para hacerlo, tendré que ir sorteando un sinfín de gatos callejeros que vienen al auxilio permanente de mi tía, quien los conoce por su nombre real: que, naturalmente, es el que ella les ha dado por su cuenta, sin conocer si los felinos tienen otro propio.

Sigo ascendiendo toda la calle arriba. Llegaré al Puerto, hasta lo más alto. Aún tendré que subir una gran cuesta y rematar la senda donde acaba el Pueblo: es un Puerto sin mar. Allí es donde siempre estará mi abuela Andrea. Vestida con su larga y amplia falda negra y con su delantal. Con esa cara de sonrisa calma, esa tez blanca toda luminosa, sentada en el umbral que accede a un patio empedrado y a una parra y, después, al corral.

Mientras ella y mi madre hablan de cosas, con el pequeño transistor sonando al fondo, yo me despego toda silenciosa. Bajo los dos escalones y me deslizo tranquila, por un pequeño camino entre arriates donde crecen los nardos, los geranios, la margarita blanca y otras, de las que no conservo un especial recuerdo y comienzo a acechar. Y estoy un rato así, hasta llegar a ellas… De entre todas las plantas que regara mi abuela, yo iba siempre por la tarde, a coger entre mis manos: un ramito de albahaca.

Dejo a mi abuelo Antonio por allí trastarreando, fijo la mirada en la pequeña candela, que siempre tiene arrimado un pucherillo de barro con algo de comida y salgo a pasear.

Y muy cerca de allí, desde otro lugar mucho más alto, les lanzo a cada cual una tierna sonrisa hecha con alma, la que me queda de todo su amor y sus recuerdos, que estarán siempre rondando: entre casas.




                                                                                     Pepa López Ríos
                                                                                     Abril, 2015



Mi refugio

Mi refugio


Cierro los ojos y la veo, casi puedo tocar su delantal recogido a un lado, al trasluz de la cocina, resaltan las llamas azules del gas golpeando la inmensa cacerola roja ,y la hervidora de leche , acumulando esa manta espesa de nata .
Mujer menuda decorada con color negro desde siempre y para siempre , con roete en la nuca perfectamente definido como su carácter, agridulce .
Al recordarla , cierro los ojos y huelo sus guisos a fuego lento , sus flanes reposando en el patio al atardecer en primavera , esperando ser servidos de postres .
Aquellas mañanas de domingos que olian a pan recién hecho , en el zaguán ,sin privarme de pellizcar algún bollo aun  caliente .
Estuviera donde estuviera , cuando llegaba a casa  me sentía protegida, allí no me podía pasar nada malo .
Era una casa grande quizás demasiado , aunque a veces se me hacia pequeña , cuando corría de su zapatilla en mano.
Esta inmensa casa , no siempre fue así, se fue haciendo con la familia , al pasar del tiempo, en algunas décadas paso de ser una cochera en un  solar abandonado en el campo,que daba  refugio  a una pobre viuda con sus 7 hijos , a una casa envidiada en el entorno.
Fue creciendo  ,construyéndose lentamente , junto a lágrimas , risas , esfuerzo y el trabajo duro de toda una familia, del cual participe bien poco , me lo dieron todo hecho, al igual que tantas cosas.
Llego un día en que abandone este refugio de la mujer de negro , vestida de blanco , para crear el mio propio ,era un día raro, entusiasmo, ganas y mucho amor en discordancia con mis miedos e inseguridades .
Todo ello trazaba la ruta hacia mi segunda casa , una casa con olor a nuevo , todo estaba por estrenar , hasta mis habilidades para cuidarla, conservarla y hacerla crecer.
Golpea mi recuerdo ese olor  a lentejas quemadas, nunca lo olvidare, como el olor a lejía que impregnaba mis manos sin abandonarlas , aun al recordar siento picor y escozor en ellas.
La falta de sol directo sobre nuestra casa me producía tristeza, quise suplirlo pero no fui capaz .
De vez en cuando , caminaba hacia atrás y buscaba la figura de la mujer de negro con roete , me calmaba su olor a café , a pucheros , su propia imagen era mi sedante .
MI AMIGO
            Aquel sonido de campana llegó hasta el aula como hacía casi tres meses que no sucedía. Por fin podríamos relajarnos un rato. Eran duras las primeras horas después de tanto tiempo.
            Levanté la tapa de madera de mi pupitre, por cierto, más viejo y ajado de como lo recordaba, y sentí el olor a chorizo de mi bocadillo. Le quité con cuidado el papel de estraza que lo envolvía y me dispuse a dar cuenta de él en la fila, mientras veía con pesar la tristeza que impregnaba la cara de mi compañero.
            Sabía qué era lo que le ocurría. No le gustaba volver al cole después del verano. Aquello significaba separarse de su familia y recluirse en el austero y lúgubre internado del colegio.
            Le ofrecí un pedazo de mi bocadillo con la intención de animarlo un poco, pero no tuve suerte.
            Nos acercamos a los árboles del fondo del patio, aquellos tan lejanos que los maestros apenas podían vernos y donde hacíamos realidad todas nuestras peores ideas.
            Un intenso olor a humedad se esparcía por toda la zona, recordándonos que el verano iba quedando atrás y que pronto vendrían las nieves del invierno. Me subí a uno de aquellos frondosos árboles que el calor del estío no fue capaz de desnudar, mientras mi amigo, aún con rostro serio, me esperaba sentado en la fina arena que me protegió del porrazo que me di al resbalar desde la rama donde imitaba ser un pájaro.
            De pronto volvió a sonar aquella campana, que en este momento se me antojaba maldita: la hora de volver a clase había llegado.


TÉCNICAS CREATIVAS PARA LAS NARRACIONES
UN PASEO ACCIDENTADO
Nació entre algodones, su padre el Rey Serafín II de Bermalia poseía la mayor parte de las tierras del reino. En su infancia nunca le faltó de nada, todo cuanto pudo desear le fue dado antes siquiera de pedirlo.
Cuando apenas contaba con diez años, le regalaron al que, a día de hoy, era su mejor amigo, un pequeño potro con el que pasaba la mayor parte del día. Con él descubrió los campos y praderas que rodeaban el castillo, daban largos paseos al atardecer y descansaban a la sombra de los árboles las tardes de estío.
En una de aquellas tardes estaban cuando se acercó hasta ellos una anciana que se le antojó un tanto peculiar: vestida de negro desde la cabeza hasta los pies, sus ropas parecían llevar adosadas a su cuerpo toda la vida. Se fijó especialmente en sus zapatillas que dejaban ver una uña negra y larga en cada pie. Su rostro no era mucho más agradable: los surcos alrededor de los ojos delataban una larga y penosa vida. Su mirada penetrante le hizo sentir un escalofrío que lo recorrió de arriba abajo. Apoyada en un bastón, caminaba lentamente hasta que llegó junto a él.
El Príncipe se levantó de un salto:
-          ¿Qué desea señora? – preguntó cortésmente a la anciana.
Y sin darle tiempo a reaccionar tocó su hombro con el bastón, haciéndole perder el conocimiento de manera fulminante.
-          Ya te enseñaré yo a no pasearte por mis dominios – aquella voz sonó como un trueno en el silencio de la tarde.
Y tocando de nuevo con el bastón el árbol que antes había servido de almohada al Príncipe, abrió un hueco en el tronco por el que dos ramas lo arrastraron hasta su interior.
Tras él sonó un estruendo cuando el árbol volvió a su aspecto habitual cerrando la entrada. El caballo asustado corrió veloz hasta el castillo, mientras la anciana cerraba la puerta con una llave que guardó en su mugriento delantal.
En el interior, el Príncipe, poco a poco iba recuperando la conciencia. Abrió los ojos, pero no pudo ver lo que tenía a su alrededor.
Todo era oscuridad, de pronto el miedo empezó a apoderarse de él, sintió cómo las manos comenzaban a sudarle y, a su vez, una gota caía por su frente. Estaba aterrado, nunca había vivido una situación de aquella índole.
Con las pocas fuerzas que tenía, intentó incorporarse al tiempo que gritaba llamando a su caballo, pero no obtuvo respuesta. Por su mente comenzaros a sucederse las más terribles de las imágenes, se sintió desfallecer. Pero no podía. Él no era un cobarde, tenía que armarse de valor e intentar salir de aquella cárcel con forma de árbol.
Miró hacia arriba y vio un pequeño rayo de luz que entraba por un hueco del tronco. Como pudo, escaló por su interior hasta llegar a la que podía ser su salida. Pero era demasiado pequeña.
            “¿Qué puedo hacer?”, pensó mientras comenzaba a dar patadas alrededor del hueco para intentar hacerlo más grande. Una hora más tarde, cayó el primer trozo de tronco hacia fuera dejando espacio para que la luz del sol entrara con más intensidad. Poco a poco aquel pequeño agujero se fue haciendo cada vez mayor. Hasta el punto de que el Príncipe pudo salir al exterior a través de él.
            Una vez fuera, no podía creer lo que le estaba sucediendo. Aquello estaba tan alto como la torre de su castillo. Miró hacia abajo y descubrió con gran susto que era imposible bajar. El tronco era totalmente liso, no había donde apoyarse. Pero además, lo peor de todo, lo descubrió cuando su vista se alejó un poco del pie del árbol. Allí, sentada en una roca, estaba su carcelera, aquella vieja sucia y maloliente lo vigilaba desde abajo rodeada de seres que jamás había visto, tan horripilantes como ella, con aspecto de demonios con dos cabezas, cuernos tras las orejas, pieles resquebrajadas y soltando un olor a podredumbre que llegaba hasta él. Sintió fatiga solo con mirarlos.
            Pero además se dio cuenta de que estaba perdido, no podía hacer nada para escapar de allí. Se sentó en la oquedad que él mismo había abierto y se dispuso a pensar en cómo solucionar aquella situación, cuando la malvada vieja le habló desde abajo:
-          ¿Quieres bajar, verdad? ¡ja ja ja ja! – aquella ronca carcajada lo asustó más incluso que los alaridos que a la vez soltaron todos aquellos fétidos esperpentos que la rodeaban. – Pues solo lo vas a conseguir – prosiguió – si te casas conmigo ¡ja ja ja ja! – de nuevo aquella terrible risotada y aquellos gritos…
No podía ser, esto no le estaba sucediendo. Se frotó los ojos en un vano intento de despertar de aquella pesadilla. Pero cuando los abrió comprobó que se trataba de una cruel realidad.
Caía la noche y seguía apostado en lo alto del árbol con una jauría de hienas deseosas de que resbalara y cayera para hacer con él las más esperpénticas de las atrocidades.
Pero de pronto, el cielo comenzó a iluminarse con unos destellos azules y malvas que provenían de la dirección donde se encontraba su castillo. No podía creerlo, algo, que no conseguía vislumbrar qué era, venía volando hacia él rodeado de un aura mágica llena de estrellas. Se acercaba poco a poco, cada vez lo iba viendo mejor. Aquello era… ¡sí! ¡Su caballo!
La legión de energúmenos, capitaneados por la mugrienta vieja, también miró hacia aquel alado corcel quedando todos cegados por la luz que del mismo emanaba y a la que no estaban acostumbrados en su lúgubre mundo.
El caballo paró frente al Príncipe y se colocó de forma que éste pudiera montarse en él. Una vez arriba, dio media vuelta para volver al castillo, pero antes dejó caer sobre el grupo de extraños seres una rociada de polvos mágicos que los hizo desaparecer dejando aquellas praderas limpias de todos esos despojos.
El muchacho se abrazó al animal y le acarició las crines a modo de recompensa. Aún se preguntaba cómo tenía aquellas alas. Nunca se las había visto. Pero ahora eso no importaba. Lo importante era que estaba libre y que en breve llegaría a su hogar.
Una vez allí, su padre le explicó que era conocida por todo el Reino la existencia de aquella malvada bruja y su séquito pero que a él no le habían querido contar nada para que no fuera con miedo a sus paseos por el campo. Así que por eso mismo decidieron regalarle aquel mágico animal que lo sacaría de los apuros en caso de que se encontrara con ellos. Hasta ahora no había sucedido y por eso el animal no había tenido que desplegar sus alas mágicas que llevaba escondidas no se sabe dónde.
Desde aquel día, el Príncipe y su caballo, libres de todo peligro, salían a pasear como de costumbre, pero también, de vez en cuando, daban una vuelta por las alturas para contemplar aquel maravilloso reino que poseían.
Y colorín colorado…