Yo nací en La Nava,
Corazón de la Sierra de Huelva. Allí y, sobre todo en mi alma, permanecerá
siempre mi casa: aquella en la que me crié junto a mi padre, mi madre, mi
hermana y mi hermano y en la que dejé muchos rincones, secretos, sensaciones y
recuerdos, que formaron parte de la trama de mi infancia. Pero, si yo me bajo
de su alto umbral gris de granito y subo calle arriba, tendré que caminar de un
lado a otro y cruzar además cuatro puertas, para poder rescatarlo todo
plenamente. Porque yo siempre viví, entre casas.
Los laterales de cada una de las baldosas de mi casa no
medían más de una cuarta. Y si las avistabas de una en una, intuías un dibujo
geométrico en tonos blancos, rosados, amarillos, marrones y grises, que no
sabías descifrar exactamente. La gracia estaba en armonizar las cuatro
baldositas cuadradas. Porque entonces, descubrías un preciosa flor de extremos
puntiagudos, rodeada de caminitos circulares por los que, incluso, podías
perderte paseando la mirada. De todas formas; lo que siempre me atrajo de la
solería de mi casa, fue esa mezcla de sencillez y solidez que, al observarla en
su conjunto, desprendía un cierto aire de frescor, con sabor a solera.
En La Nava, si sales por el día en el mes de Agosto, te da de
pleno un aire calentón que te reseca y no deja abrir los ojos bien para mirar.
Así que, entrar en casa era todo un alivio, pero la puerta se encajaba siempre;
por eso, tenías primero que acertar. Con la mano derecha, había que agarrar con
cierta fuerza una llave de hierro bien grandota, hasta que su parte final
redondeada quedara firmemente atrapada entre tus dedos y, una vez que sentías
el áspero metal bien sujetado, coger un buen impulso, nada despreciable, y
subir el umbral. Ya arriba, apoyabas la mano derecha sobre la otra hoja y
echabas todo el peso del cuerpo hacia adelante. Casi siempre notabas unas
grietecillas y hasta el olor de la pintura marrón recalentada y, una vez que
estaba todo controlado, dejabas descansar la rodillita sobre la parte baja de
la puerta y, de esa guisa, dabas el empujón final. Si el esfuerzo no había sido
suficiente, tendrías que volverlo a intentar, aunque el camino ya estuviera
medio andado. Pero si con tu esfuerzo hubieras conseguido ya la empresa, la
puerta se abriría con alegría. No sin que antes, oyeras un buen chasquido seco
y, por supuesto, un vibrar de toda la madera. Pero…en casa al final.
En las noches de verano, yo tenía encomendado dos trabajos
que eran irrenunciables: Ir por la leche
y hacer el gazpacho y, siempre los hice con verdadero regocijo.
El gazpacho lo hacía siempre en el patio, envuelta entre esparragueras
y geranios, y colocando encima de una mesa de madera con hule todo el poderío
de la huerta de mi abuelo, el lebrillo redondo de barro amarillo y la
machacaera de madera, color canela, conseguido en el tiempo por el
uso y el contacto del agua y la humedad que lleva la hortaliza.
De aquella casa, tengo mezclados, el sangrante sabor de los
tomates rojos, que embotellábamos tan despiadadamente con el palo, y la dulce
acidez de los melocotones. Tengo la imagen de mi madre cogiendo ese manjar del árbol,
con su pañuelo atado a la barbilla y una camisa con la manga larga, para evitar
que le invadieran las pelusillas picantes todo el cuerpo. Llego a tocar los
bordes del lebrillo a rebosar de roscos y borrachos, que tantas veces comimos a
hurtadillas, porque no nos estaba permitido justo antes de cenar. Paseo mi
vista por el pozo blanco, con su cubo de zinc y sus macetas. Y subo a su corral.
Desde allí, podría divisar todo El Lindazo, bajar de nuevo a casa y seguir
recordando, pero voy a parar.
Subo un poquito mi calle y, justo a la derecha, ya puedo
entrar en casa de mi tía Manolita y mi Cascá, su hermano. Allí me encontraré
con la bondad y la cultura juntas, viviendo entre maderas nobles, techos altos
y una cocina amplia y luminosa, desde la que poder extender la vista al fondo y
perderse en las huertas con sus lievas. Siempre me espera en esta casa el mimo
culinario: me quedaré extasiada contemplando, cómo se van volteando entre las
manos las croquetas, hasta redondearlas rematándolas en idénticos tronquitos. Descubriré
perfectos picatostes que, como grandes columnas de un gran templo, terminarán
la noche chorreando un denso y humeante chocolate Eureka. Y, por supuesto, no
acabaré de entender nunca del todo, cómo una maquinita de acero inoxidable va
enamorando con paciencia el huevo y el aceite, hasta fundirlos como dos amantes
en una pasta amarilla que se transformará en un suave manto raso que cubrirá
toda la ensaladilla
Siguiendo recto toda la calle arriba, como todas las tardes, vuelvo a besar a mis abuelos y a mi tía Reyes.
Allí quiero paladear una vez más, ese sabor de la tostada con aceite, hecha con verdadero Pan de Pueblo en la
candela. Llegando al patio, podré hasta cobijarme bajo el aroma de un inmenso
jazmín que atravesaba, de lado a lado, todo el arco de entrada de una escalera repleta
de macetas que subía hasta el corral y, para hacerlo, tendré que ir sorteando un
sinfín de gatos callejeros que vienen al auxilio permanente de mi tía, quien
los conoce por su nombre real: que, naturalmente, es el que ella les ha dado
por su cuenta, sin conocer si los felinos tienen otro propio.
Sigo ascendiendo toda la calle arriba. Llegaré al Puerto,
hasta lo más alto. Aún tendré que subir una gran cuesta y rematar la senda
donde acaba el Pueblo: es un Puerto sin mar. Allí es donde siempre estará mi abuela
Andrea. Vestida con su larga y amplia falda negra y con su delantal. Con esa cara
de sonrisa calma, esa tez blanca toda luminosa, sentada en el umbral que accede
a un patio empedrado y a una parra y, después, al corral.
Mientras ella y mi madre hablan de cosas, con el pequeño
transistor sonando al fondo, yo me despego toda silenciosa. Bajo los dos escalones
y me deslizo tranquila, por un pequeño camino entre arriates donde crecen los
nardos, los geranios, la margarita blanca y otras, de las que no conservo un
especial recuerdo y comienzo a acechar. Y estoy un rato así, hasta llegar a
ellas… De entre todas las plantas que regara mi abuela, yo iba siempre por la
tarde, a coger entre mis manos: un ramito de albahaca.
Dejo a mi abuelo Antonio por allí trastarreando, fijo la
mirada en la pequeña candela, que siempre tiene arrimado un pucherillo de barro
con algo de comida y salgo a pasear.
Y muy cerca de allí, desde otro lugar mucho más alto, les lanzo
a cada cual una tierna sonrisa hecha con alma, la que me queda de todo su amor
y sus recuerdos, que estarán siempre rondando: entre casas.
Pepa
López Ríos
Abril,
2015
Le has puesto tanta emoción a estos recuerdos que se pueden revivir contigo!Escribes en pasado y en presente, debes revisar esto porque a veces me ha hecho releer para saber si era por algo y lo hacías conscientemente...Un relato estupendo, Pepa!!
ResponderEliminarQué bonito. Muy emocionante. Y además recuperas palabras muy curiosas.
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