Mi problema era que, cada vez que paseaba por la selva, salía
la señora de la cabaña de ramas y cañas, y me daba un berrido impresionante.
-¡Otra vez me has despertado al niño!
- ¡Oh!,…lo siento - le
decía yo con mi cabezota gacha y casi sin mirarla - Pero es que…soy un elefante
y, mis pisadas son demasiado fuertes.
-¿Pues qué te digo?... ¡Pisa con un poco de más salero hijo,
que tampoco hay que ir por el mundo con ese poderío!
-Ya pero,… ¡no puedo! Soy pesado ¿sabe?
-Vale. Pero, lo cierto es que tengo al niño ahí, llorando
como un descosío y una vez que empieza, no hay quien lo calle.
Para mi era un problema aquello. Yo, un elefante hecho y
derecho, con todo el peso de mi cuerpo encima… ¡no podía pasear por la selva a
mi antojo!
¡Era un poco chocante, la verdad! ¿No sería mejor que la
señora se fuera a vivir, por ejemplo a Sevilla, y se llevara al niño con ella?
Aunque claro, seguro que en Sevilla, el niño también se acabaría despertando…
por la “caló”.
De todas formas – pensé – algo tengo que hacer mientras esta
señora siga aquí. Algo tengo que hacer, para evitar que el angelito se
despierte cada vez que pase por su casa. Y lo único que se me ocurrió, fue
andar a pasitos cortos. Como hacen las gueishas.
A partir de aquel día, en mi deambular por la selva, parecía un
tontolaba cuando iba caminando. ¡Ese cuerpo tan grande, dando aquellos pasos
tan pequeñitos!... ¡No pegaba!
Sin embargo, tanto la señora como yo, quedamos muy
satisfechos porque dejamos de discutir. Tengo que advertiros, que las
discusiones me aterrorizan.
Pasaron unos cuantos meses, y no había tenido yo el gusto de
conocer al mocoso. No sabía si era rubio, moreno o si tenía o no, pequitas en
la cara. Y ya estaba yo un poco intrigado, todo hay que decirlo. Así que, en
cuanto tuve ocasión, le pregunté a la mamá: ¿Y el nene?
- ¿Qué nene?
-Oiga pues…¡su hijo!... qué nene va a ser!
-¡Ah¡…ahí está jugando con unos ramajos.
-¿Puedo verlo?
-¡Por supuesto¡
Me asomé a la choza y vi un rubito con cara redonda, que destrozaba
una pelota de trapo, intentando sacar de ella todo lo que había en su interior.
Se diría, que el niño estaba un poco mosqueado.
- ¡Hola! - le dije.
Me miró…y poniendo los
ojos como platos gritó:
-¡Un elefante! ¡Mamáaaaaa!...ya lo tengoooooo! -Y, agarrándome por la trompa, de un solo tirón, me metió
dentro de la choza.
La madre, que debió pensar que yo estaba aplastando a su
inocente niño, corrió enfurecida hacia nosotros…
-¿Qué pasa?
-¿Que… qué pasa, mamá? Pero… ¿cómo no me habías dicho que
había elefantes por aquí, con las ganas que yo tenía de montarme en uno?
Y, sin darme tiempo a asimilarlo, se escarranchó encima y
gritó:
-¡Vamos al campo monstruo! Y… ¡pisa fuerte, que eso es lo que más
me gusta de los elefantes!
¡No me lo podía creer! Pero…
así era. Lo que más le gustaba al niño de los elefantes, era su tamaño
y el atronador sonido de sus pisadas.
A partir de aquel momento, no tuve más remedio que pasarme
todas las tardes por la cabaña, para que el rubito se me subiera encima y me
arreara, cual caballito blanco.
Fue así… como encontré mi felicidad.
Pepa López Ríos
* Relato construido con el binomio: felicidad – elefante
Es muy simpático!!Y te da ideas para más de un texto!!Muy bien!!
ResponderEliminar