TÉCNICAS CREATIVAS PARA
LAS NARRACIONES
UN PASEO ACCIDENTADO
Nació entre algodones, su padre el
Rey Serafín II de Bermalia poseía la mayor parte de las tierras del reino. En su
infancia nunca le faltó de nada, todo cuanto pudo desear le fue dado antes
siquiera de pedirlo.
Cuando apenas contaba con diez años,
le regalaron al que, a día de hoy, era su mejor amigo, un pequeño potro con el
que pasaba la mayor parte del día. Con él descubrió los campos y praderas que
rodeaban el castillo, daban largos paseos al atardecer y descansaban a la
sombra de los árboles las tardes de estío.
En una de aquellas tardes estaban
cuando se acercó hasta ellos una anciana que se le antojó un tanto peculiar:
vestida de negro desde la cabeza hasta los pies, sus ropas parecían llevar
adosadas a su cuerpo toda la vida. Se fijó especialmente en sus zapatillas que
dejaban ver una uña negra y larga en cada pie. Su rostro no era mucho más
agradable: los surcos alrededor de los ojos delataban una larga y penosa vida. Su
mirada penetrante le hizo sentir un escalofrío que lo recorrió de arriba abajo.
Apoyada en un bastón, caminaba lentamente hasta que llegó junto a él.
El Príncipe se levantó de un salto:
-
¿Qué
desea señora? – preguntó cortésmente a la anciana.
Y sin darle tiempo a reaccionar tocó
su hombro con el bastón, haciéndole perder el conocimiento de manera
fulminante.
-
Ya
te enseñaré yo a no pasearte por mis dominios – aquella voz sonó como un trueno
en el silencio de la tarde.
Y tocando de nuevo con el bastón el
árbol que antes había servido de almohada al Príncipe, abrió un hueco en el
tronco por el que dos ramas lo arrastraron hasta su interior.
Tras él sonó un estruendo cuando el
árbol volvió a su aspecto habitual cerrando la entrada. El caballo asustado
corrió veloz hasta el castillo, mientras la anciana cerraba la puerta con una
llave que guardó en su mugriento delantal.
En el interior, el Príncipe, poco a
poco iba recuperando la conciencia. Abrió los ojos, pero no pudo ver lo que
tenía a su alrededor.
Todo era oscuridad, de pronto el miedo
empezó a apoderarse de él, sintió cómo las manos comenzaban a sudarle y, a su
vez, una gota caía por su frente. Estaba aterrado, nunca había vivido una
situación de aquella índole.
Con las pocas fuerzas que tenía,
intentó incorporarse al tiempo que gritaba llamando a su caballo, pero no
obtuvo respuesta. Por su mente comenzaros a sucederse las más terribles de las
imágenes, se sintió desfallecer. Pero no podía. Él no era un cobarde, tenía que
armarse de valor e intentar salir de aquella cárcel con forma de árbol.
Miró hacia arriba y vio un pequeño
rayo de luz que entraba por un hueco del tronco. Como pudo, escaló por su
interior hasta llegar a la que podía ser su salida. Pero era demasiado pequeña.
“¿Qué puedo
hacer?”, pensó mientras comenzaba a dar patadas alrededor del hueco para
intentar hacerlo más grande. Una hora más tarde, cayó el primer trozo de tronco
hacia fuera dejando espacio para que la luz del sol entrara con más intensidad.
Poco a poco aquel pequeño agujero se fue haciendo cada vez mayor. Hasta el
punto de que el Príncipe pudo salir al exterior a través de él.
Una vez
fuera, no podía creer lo que le estaba sucediendo. Aquello estaba tan alto como
la torre de su castillo. Miró hacia abajo y descubrió con gran susto que era
imposible bajar. El tronco era totalmente liso, no había donde apoyarse. Pero además,
lo peor de todo, lo descubrió cuando su vista se alejó un poco del pie del
árbol. Allí, sentada en una roca, estaba su carcelera, aquella vieja sucia y
maloliente lo vigilaba desde abajo rodeada de seres que jamás había visto, tan
horripilantes como ella, con aspecto de demonios con dos cabezas, cuernos tras
las orejas, pieles resquebrajadas y soltando un olor a podredumbre que llegaba
hasta él. Sintió fatiga solo con mirarlos.
Pero además
se dio cuenta de que estaba perdido, no podía hacer nada para escapar de allí. Se
sentó en la oquedad que él mismo había abierto y se dispuso a pensar en cómo
solucionar aquella situación, cuando la malvada vieja le habló desde abajo:
-
¿Quieres
bajar, verdad? ¡ja ja ja ja! – aquella ronca carcajada lo asustó más incluso
que los alaridos que a la vez soltaron todos aquellos fétidos esperpentos que
la rodeaban. – Pues solo lo vas a conseguir – prosiguió – si te casas conmigo ¡ja
ja ja ja! – de nuevo aquella terrible risotada y aquellos gritos…
No podía ser, esto no le estaba
sucediendo. Se frotó los ojos en un vano intento de despertar de aquella
pesadilla. Pero cuando los abrió comprobó que se trataba de una cruel realidad.
Caía la noche y seguía apostado en lo
alto del árbol con una jauría de hienas deseosas de que resbalara y cayera para
hacer con él las más esperpénticas de las atrocidades.
Pero de pronto, el cielo comenzó a
iluminarse con unos destellos azules y malvas que provenían de la dirección
donde se encontraba su castillo. No podía creerlo, algo, que no conseguía
vislumbrar qué era, venía volando hacia él rodeado de un aura mágica llena de
estrellas. Se acercaba poco a poco, cada vez lo iba viendo mejor. Aquello era… ¡sí!
¡Su caballo!
La legión de energúmenos,
capitaneados por la mugrienta vieja, también miró hacia aquel alado corcel
quedando todos cegados por la luz que del mismo emanaba y a la que no estaban
acostumbrados en su lúgubre mundo.
El caballo paró frente al Príncipe y
se colocó de forma que éste pudiera montarse en él. Una vez arriba, dio media
vuelta para volver al castillo, pero antes dejó caer sobre el grupo de extraños
seres una rociada de polvos mágicos que los hizo desaparecer dejando aquellas
praderas limpias de todos esos despojos.
El muchacho se abrazó al animal y le
acarició las crines a modo de recompensa. Aún se preguntaba cómo tenía aquellas
alas. Nunca se las había visto. Pero ahora eso no importaba. Lo importante era
que estaba libre y que en breve llegaría a su hogar.
Una vez allí, su padre le explicó que
era conocida por todo el Reino la existencia de aquella malvada bruja y su
séquito pero que a él no le habían querido contar nada para que no fuera con
miedo a sus paseos por el campo. Así que por eso mismo decidieron regalarle
aquel mágico animal que lo sacaría de los apuros en caso de que se encontrara
con ellos. Hasta ahora no había sucedido y por eso el animal no había tenido que
desplegar sus alas mágicas que llevaba escondidas no se sabe dónde.
Desde aquel día, el Príncipe y su
caballo, libres de todo peligro, salían a pasear como de costumbre, pero también,
de vez en cuando, daban una vuelta por las alturas para contemplar aquel
maravilloso reino que poseían.
Y colorín colorado…
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