EVOCACIÓN
Era un 31 de agosto de un verano
poco caluroso cuando llegué a la estación de autobuses de una ciudad
cualquiera. Mi nuevo trabajo me había traído hasta el otro lado del mapa.
Delante de mí se presentaba un año con novedades de diversa índole. Mi vida de
antaño se despedía sin ninguna intención de volver. Atrás dejaba una seguridad
conocida para adentrarme en un futuro incierto por el que aposté con los ojos
cerrados desde una perspectiva de un hartazgo sin horizonte.
Mi autobús iba en dirección al norte
de la provincia. El recorrido se presentaba tedioso. Las montañas que
custodiaban la larga autovía te mostraban un paisaje árido. Su acritud
desmoralizaba. Vivir era una suerte de supervivencia. La vegetación era un digno
ejercicio de creación.
Llegamos de noche a un pueblo seco,
solitario y distante. La humanidad se percibía sumergida en su propio cuerpo
sin capacidad de salir a las calles. Un viento se levantó de improviso,
trayendo polvo de bienvenida aderezado con la sequedad del ambiente.
En el primer día de trabajo nos
presentamos con la normalidad requerida para el caso. No me produjo más
atracción que otra compañera. De estatura mediana, delgada, pelo castaño
recogido, ojos marrones, nariz puntiaguda, labios finos, tez blanca, manos diminutas.
En una primera impresión me pareció una persona con una inteligencia llena de
coherencia. No hablamos demasiado. Mis ojos hacían su trabajo proyectando
miradas escrutadoras hacia su rostro. Sonrió alguna que otra vez.
En el transcurso de las jornadas
fuimos estableciendo una relación más estrecha. La timidez recíproca permitió
nuestro acercamiento. Descubrimos gustos y formas de ser. Nos sentíamos a gusto
uno al lado del otro. Las inquietudes compartidas nos hicieron intimar.
El
calor seco atrasado del estío nos invitó a ver una puesta de sol al lado del
silencio espumoso del mar. Sentíamos el aliento apresurado de ambos por ser
uno. La luz acuosa de sus ojos me guió hacia sus labios húmedos de ganas. Son
las cuatro de la tarde permaneciendo en su habitación
tumbados sobre la cama nada familiar. Mis ojos la miran imaginando cómo
recorrerla, toda su piel tostada por quien la acarició con anterioridad sin
prisa con aquiescencia. No consigo atraparla, retenerla, hacerla parte de mí,
llevármela conmigo sin ser mía, estarla sin poseerla, que sea parte libre de mi
prisión. Adelantamos la despedida compartiendo cada momento aparentando no
aceptar lo que no se puede evitar. Cierro los ojos sumergiéndome en un sueño
que despiste al viaje sin su presencia.
Hoy somos ecos de un pasado que se
resiste a marchar y no hace daño.
Imagínatela como quieras, seguirá en
ti aunque no quieras.
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